Minirrelatos erróneos:
Abrió un museo de cera en los Trópicos y se le derritió.Sacó una foto a Chile, y le salió movido.
Visitó el Ártico en trineo y lo último que dijo fue: glu, glu.
¡Atunes a mí! –dijo
el torero en la almadraba; pero no sabía nadar.
Pensando que eran pirañas, se quedó en la orilla; según las truchas, se lo comió un oso.
Se vio ciego en el espejo.
Dispuestos a morir en las barricadas, desistieron cuando se
puso a llover.
Llamó a la puerta de su casa y le salió a abrir su viuda.
Por ser menor de edad no lo admitieron en la escuela.
Llamó a la puerta de su casa y le salió a abrir su viuda.
Por ser menor de edad no lo admitieron en la escuela.
Contribución
¿Que si tienen vida los seres vivos? ¡Y aun después de muertos! No hay más que ver la pelambrera que les sale a las calaveras, cómo crecen las uñas de los esqueletos y las pujantes gusaneras en que se convierten las carroñas. Cenizas, que decían los funerarios... ¡fosas de podredumbre que son hervideros de actividad!
Para las plantas del jardín –se me había aconsejado–, nada más natural ni mejor que un buen compost. Eso es volver al ciclo natural y contribuir a la regeneración de la tierra, reducir el volumen de basuras orgánicas y evitar la contaminación química procedente de los fertilizantes industriales. Hierbecillas, hojas secas, ramitas verdes podadas con amor por el seráfico jardinero, toda clase de desechos vegetales, en vez de arrojarlos al cubo de la basura para aprovechamiento ajeno, descompónganse con tiento y mesura a domicilio, conviértanse en nutritivo abono y extiéndanse como rocío bienhechor por encima de la madre tierra de la que brotan, crecen y se multiplican los árboles, las matas y las flores que son el ornato de nuestro jardín, “paraíso cerrado para muchos”, como decía don Pedro Soto de Rojas, nuestro vecino del Albaicín a unos pocos metros y otros pocos siglos de distancia.
Acomodemos pues estos recortes en un lugar apropiado donde encuentren las condiciones óptimas de temperatura, luz y ventilación para que su sacrificio no sea estéril sino germen de regeneración, fuente de nueva vida. ¿No ha dejado la propietaria en un rincón del jardín un cubo de la basura limpio, vacío y de gran capacidad, que ocioso reclama su contribución a la mejora del paisaje? En su fondo depositaremos la más tierna brizna, conscientes de que su ingreso es cual moneda sepultada en el vientre de la hucha, humilde óbolo pero semilla de esperanza. El júbilo con que el infante hace pedazos su alcancía de barro y descubre que el perseverante sacrificio ha recompensado su ahorro por la sorpresa de un modesto capital será idéntico al del hortelano cuando, al cabo del tiempo, como premio a su paciencia, el contenedor de plástico negro le ofrezca el tesoro de un abono natural más aromátio que una tisana medicinal.
Él, lo que quiere es contribuir a la belleza de la ciudad, no quedarse a la zaga ni ser la oveja negra que ofrezca una fachada baldía, un patio reseco, unas macetas muertas. Puesto que ahora es andaluz, le parece una obligación aportar su granito de arena verde y rojo que haga merecedor a su barrio del certificado de la Unesco. Por eso, si riega, si abona, si poda, limpia, rastrilla y combate las plagas con métodos tan naturales como el purín de ajo o la ceniza de la chimenea, es porque sabe que así arrima su hombro de guiri al esfuerzo autóctono por mantener en alto el pendón del patrimonio de la humanidad. Todos reunidos compartiendo el mismo sudor, como costaleros, esforzándonos por no bajar a segunda división.
Nada de extraño que el olor no sea exactamente a rosas y que cierto tufillo de descomposición, entre ciénaga y alcantarilla, comience a insinuarse en la masa vegetal en fermentación. Más aún, desde que la rebañaduras de la cocina se han ido añadiendo a los desperdicios de la huerta, la digestión se ha hecho más activa, los vapores se han añadido a los olores, el líquido irisado en que se bañaban los cuerpos ha empezado a cubrir su superficie con burbujas, tal vez un inicio de espuma amarillenta parece ahora orlar el espeso caldo. Quizás un exceso de agua: pongámosla al sol. Cubrámosla más bien para evitar sus efluvios. Dejemos que el tiempo opere: veremos en su día los sorprendentes resultados.
La cubrimos, dejamos que el tiempo opere, vemos los sorprendentes resultados. ¿A qué reino pertenecen los seres blandengues y pálidos que logran alzar la tapadera del cubo, deslizarse paredes abajo por el exterior y quedar allí apegados como lapas translúcidas? No se mueven como si fueran larvas, pero nada los une al magma en descomposición del que proceden, ni tallo ni filamento alguno. ¿Se quedarán ahí o proseguirán su expansión? ¿Por qué no destapamos el tarro y tratamos de entender mejor, mediante la observación, la naturaleza del fenómeno? Una brevísima ojeada nos ofrece la imagen de un estómago en plena actividad, así que optamos por volver a taparlo, esperar a que el proceso concluya y a que las aguas vuelvan a su cauce.
Sopla fuerte el viento y los perros ladran por la noche; durante el día, mil pajarillos nos ensordecen con su trinos. Hay que arrimarse mucho al cubo estriado por los verticales goterones de las criaturas reptantes para percibir un sordo rumor, un gorgoteo incierto. El otro día me decidí a levantar la tapadera por ver lo que se cocía dentro. Desde entonces, y en el interior de esas entrañas, contribuyo más que nunca a la mejora ecológica del terreno, la estética de mi barrio se verá pronto favorecida por mi abnegada contribución.
(Granada, Albaicín, 19 de mayo de 2014)
Piscina multiusos
Lo peor de las piscinas es que están o deben estar
llenas de agua. Si no, no son piscinas: son hoyos en la tierra. Pero ahí es
donde empiezan todas las pejigueras, porque el agua necesita tantos cuidados
como la leche, o como el plasma sanguíneo. Que si hay que ponerle cloro y
alguicidas, filtrarla con un motor que se pone en marcha y te da un susto
morrocotudo; rascar el fondo con un escobón especial submarino que manejas
desde la orilla como un gondolero; acariciarle la superficie con una espumadera
gigante que recoja cuantos bichitos se han suicidado por la noche y otras
tantas hojitas que han escogido para su vida de ultratumba, desprendidas de las
ramas nutricias, flotar mecidas por las ondas que mueve la brisa. ¿Eso es todo?
No, ni mucho menos: aún hay que controlar con artilugios apropiados su
composición, sumergir en el fondo del piélago un robot reptante, parecido al
explorador del planeta Marte, que aspire el limo de la zona abisal. Aún no se
ha inventado nada para la zona intermedia entre el fondo y la superficie, pero
ya llegará: algún robot en forma de piraña que, con la boca abierta, se trague
el pláncton indeciso, si no le muerde un tobillo a algún nadador.
¡Con lo sencillo que sería todo si no hubiera agua!
Así deben de ser las piscinas del desierto: un lugar de recogimiento, en
sombra, al abrigo de chacales y bandoleros beduinos, en el que meditar sobre su
propia tumba. Pero ya que no disponemos de desierto y la nuestra ha surgido en
mitad de nuestro jardín, démonos el gusto de quitar el tapón del desagüe,
vaciémosla por completo y pongámonos a observar: qué grietecillas resquebrajan
poco a poco su fondo, qué hierbecillas no brotan y se insinúan por los rincones
más inesperados, qué procesiones de hormigas no comienzan a peregrinar por
aquel espacio amurallado, rescatado
para la tierra firme y abrasado
por el sol.
Yo, la verdad, por sacarle algún provecho, pondría
cerdos en el fondo. El foso de los marranos, menos peligroso que el de los
leones, y a la larga, mucho más nutritivo. Sin moverse del asiento, estando a
la mesa, todos los restos, peladuras, tronchos... un ademán garboso, de torero
que brinda al tendido, y ¡al fondo de la piscina! Allí, el agradecido gruñir de
sus moradores nos hará soñar con los futuros jamones que ornarán nuestras
vigas. Cierto que el izar un cebón desde el fondo de la cisterna hasta el
muelle circundante comportará sus dificultades. No son menos, dicho sea de
paso, las que acompañan el quitar la lona protectora a comienzos de temporada y
volver a instalarla cuando llega el otoño. Tampoco el peso de una y otro
difieren en demasía.
Ya pueden imaginar los gritos de mi mujer: que si
los olores, las moscas, las quejas de los vecinos. Bueno, si no quiere cerdos, la
volvemos a llenar y un criadero de truchas; o mejor, ranas, que dan mucho menos
trabajo y viven en agua estancada. ¿Imaginan la belleza paisajística de un
estanque al fondo del jardín, con sus nenúfares, sus lotos, juncos y
cañaverales, el hipnótico croar de las ranas y... el zumbido de los mosquitos?
Lo de los mosquitos es un cuña que mete mi mujer, claro. Pero yo estoy seguro
de que tiene que haber un tipo de garza, grulla o cigüeña que se nutra de
mosquitos y que aclimataríamos a nuestro hábitat, reducido pero no menos
acogedor. –Lo que comen esas aves son ranas, ¡para que te enteres, so listillo!
No sé, quizás no lo tenga aún muy a punto, pero tal vez cerdos de río, pequeños
hipopótamos, caimanes comestibles, sabrosísimos patos de ciénaga: algo tiene
que haber que sea un buen negocio y nos libre de tanto trabajo y tanto gasto como tenemos ahora.
(Granada, Albaicín, 9 de julio de 2013)
Vida de perro
¡Ah, ese perro de los vecinos! Todo el día
ladrando. Pues van a ver lo que es un perro ladrando toda la noche y que no te
deja dormir.
Me voy a la perrera de la Sociedad Protectora de
Animales, donde te los dan regalados y escojo uno, el más feo, uno un poco
cabezota y renco de las patas de atrás, al que bautizo Ícaro. No Pícaro, como se empeña en llamarlo mi mujer, sino ¡Ícaro!". No es que Ícaro cojeara, sino que si
éste cojea, el pobre, es porque tuvo de joven una caída desde un balcón. Pero,
por lo visto, aunque en la jaula me acogió con unos ladridos agudísimos –parece
que todos se ponen muy nerviosos cuando ven aparecer un cliente– ahora que está
tranquilo en casa, no quiere saber nada de ladrar. Ni de día ni de noche. Lo
que hace mayormente es dormir, hartarse de comer y ver algo la televisión,
sentado junto a mi mujer. Lo quería ladrador y me ha salido callado y dormilón.
Dormilón y mansurrón. Ni le ladra al cartero, ni al perro del vecino, ni a
algún gato que aparezca en pantalla. Mira que le enseño, me esfuerzo por darle
ejemplo, pero nada. De tanto ladrarle para que me imite, el que estoy
aprendiendo a ladrar soy yo. Me mira sorprendido, pero pronto se cansa, y ya ni
me hace caso. Mi mujer, tampoco, pero eso desde hace mucho tiempo.
Al final, en vista del fracaso pedagógico, decido
pasar yo toda la noche ladrando para fastidiar a los vecinos, lo que consigo
con creces, ya que su perro se despierta, me responde y ladra furioso contra el
noctámbulo rival. Ícaro, mientras tanto, en el otro rincón de la casa,
enterrado bajo mantas para no oírme, con las patas sobre las orejas, intenta
dormir o hace como que duerme. Hay días que lo veo ojeroso y desmejorado, por
la mala noche que le he hecho pasar con mis ladridos. Todos dormimos ahora de
día: yo, reventado tras mi prolongada actuación nocturna, y por las mismas
razones, los vecinos y su perro y el mío y mi mujer, el barrio todo, creo.
¡Lo he conseguido! El día entero durmiendo a pierna
suelta en mi caseta, abriendo de vez en cuando un ojo para roer algún hueso o
comer los restos que me pone mi mujer, y por la noche, en cuanto oscurece,
después del telediario, ¡a ladrar alegremente, a despertar a todo el
vecindario!
(Granada, Albaicín, 8 de julio de 2013)
El relato de la piscina merece del vate Pedro esta apostilla:
"Por lo pronto, la piscina produce páginas desternillantes. Pero, entre las posibilidades que apuntas para evitaros la trabajera (previsible, d'ailleurs) de mantener en forma la piscina, se me ocurre una mucho menos engorrosa, sin malos olores ni efectos secundarios: rellenar el hoyo de buena tierra bien mezclada con humus, abonos, etc, y plantar un árbol. Preferiblemente, una conífera, por aquello de que no tendréis que recoger las hojas cada otoño. O un magnolio, que también es perenne y además da unos floripondios apabullantes. Las raíces romperían las paredes del hoyo: tanto mejor. Año tras año, veríais crecer esa presencia benigna, os daría trinos de pájaros y un poquito de sombra. ¡Un primo hermano del abeto de chez Nicole!
Pensadlo."
El narrador Amaurys combina dos cuentos en su comentario:
"¿No pensaste encerrar el perro en la piscina, ponerle la lona y hacer que se joda los tímpanos con el eco de su propio escándalo?"
"Por lo pronto, la piscina produce páginas desternillantes. Pero, entre las posibilidades que apuntas para evitaros la trabajera (previsible, d'ailleurs) de mantener en forma la piscina, se me ocurre una mucho menos engorrosa, sin malos olores ni efectos secundarios: rellenar el hoyo de buena tierra bien mezclada con humus, abonos, etc, y plantar un árbol. Preferiblemente, una conífera, por aquello de que no tendréis que recoger las hojas cada otoño. O un magnolio, que también es perenne y además da unos floripondios apabullantes. Las raíces romperían las paredes del hoyo: tanto mejor. Año tras año, veríais crecer esa presencia benigna, os daría trinos de pájaros y un poquito de sombra. ¡Un primo hermano del abeto de chez Nicole!
Pensadlo."
El narrador Amaurys combina dos cuentos en su comentario:
"¿No pensaste encerrar el perro en la piscina, ponerle la lona y hacer que se joda los tímpanos con el eco de su propio escándalo?"
Para quien leyera aquellos relatos que quedaron agrupados bajo el título de
Los siete sacracuentos
(alguno de los cuales se puede leer pinchando aquí:
(alguno de los cuales se puede leer pinchando aquí:
sepa que, habiéndole parecido un poco canijo al autor el tomo por ellos compuesto,
decidió añadirles tres más, que hoy aquí se dan a la estampa por primera vez
y para beneficio de los lectores.
Títulanse estos nuevos partos del ingenioso caletre de Fray Malaquías de Leffe:
Tres archibiografías
Sépase también que, agrupados los siete primeros con los tres segundos,
componen hoy día un volumen respetable que lleva por nuevo y común apellido el de
Diez cuentos
para la hoguera
Tres archibiografías
“Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos…”
(Jorge Luis Borges, La Biblioteca de Babel)
1
Me llamo Miguel
Me llamo Miguel y ya sé que para los lectores no empezar diciendo dónde y cuándo nací les priva de sus principales coordenadas y los deja al descampado. Pues ya pueden ir acostumbrándose a éstas y otras muchas infracciones a las normas básicas de la autobiografía, porque tampoco pienso decirles cómo se llamaban mis padres ni a qué escuela fui de pequeño. Ni tuve padres ni nunca fui pequeño. Ni nací siquiera, por hablar con propiedad. Fui creado, y de una vez para siempre. Tampoco este “siempre” puede tener el mismo sentido, ya me doy cuenta, para mis lectores y para mí. Si la palabra “siempre” la asocian a frases como “te querré siempre”, “siempre ha habido ricos y pobres”, a la cadena perpetua (que ya ni lo es) y hasta al movimiento de las olas contra un acantilado, mejor que cierren este libro y se olviden del tema. Dejemos pues de lado la cuestión del comienzo, y aún más la del final, ya que no lo hay, y tratemos desde ahora, para entendernos, de eludir la noción de tiempo. Ya sé que es mucho pedir para un lector de biografías; pero, si el lector persiste y aún no ha depositado el ejemplar en la consola del supermercado de la que lo ha tomado, le diré que “siempre” significa para mí como un zumbido de acúfenos en los oídos; que el big bang que se supone que aún se oye mediante un catalejo aplicado a la oreja, aunque cada día que pasa un poco más amortiguado, es ahora mismo para mí tan fragoroso y ensordecedor como esa décima de segundo que aún no ha conseguido borrar la conciencia del artificiero que va a saltar por los aires hecho pedazos.
No puedo decir que recuerde algo de mi vida, y no por falta de memoria, sino porque cualquier cosa que os cuente de esa existencia me está pasando ahora. Tienen razón los devotos que vienen a orar a mis pies y siempre me ven enzarzado en esa lucha del bien contra el mal, espada en alto y con una sandalia clavada en la garganta de mi adversario. Nunca se me ha visto convertido en gladiador triunfante, o en torero, saludando al público con la víctima derrotada en la arena. El combate nunca es definitivo. Estamos en plena lucha cada instante desde toda la eternidad y por siempre jamás. ¿O creen que si no lo tuviera a raya, no se habría ya hecho con el poder? O ¿por qué piensan que hay tantas oscilaciones en la Bolsa, por poner un ejemplo? Pues porque esto es un pulso que mantenemos el Enemigo y yo, y que, como todo pulso, aunque yo lleve las de ganar, tiene sus altibajos. Siempre será así. Yo no puedo aflojar los músculos un segundo. Esto es mi biografía: resistir, pisotear, clavar el arma en la carne enemiga. No me pregunten por su suerte, su esperanza de vida o sus probabilidades de victoria. Le ha tocado así, y somos las dos caras de una moneda, tan necesarios el uno para el otro como el día y la noche, el sístole y la diástole.
¿Siempre fue así? ¿Siempre será así? La eternidad, que no tiene perspectiva ni distintos planos, que no admite narración porque no contiene tiempo, cede a veces ante la tenaz insistencia de los mortales. Ellos todo lo cuentan, todo lo viven linealmente, inmersos en esa corriente que los arrastra, envejece y mata, y que no obstante soportan acunados por la esperanza y la añoranza, por el culto del recuerdo y el espejismo de la descendencia. Acaban por creer que su vida es su destino, y que la pervivencia de la especie es una misión a la que deben contribuir. Por eso, para ellos, todo son cosmogonías y en principio era el Verbo, mitos fundadores y profecías sin fin. Del Génesis al Apocalipsis, no hay página escrita por el hombre que no trastrueque y adultere su propia noción de eternidad. “En el principio” –¿Qué principio? “Al final de los tiempos” –¿Qué final? Y así, esos escarabajos peloteros capaces de fabricar poesía con su propio estiércol nos han fabricado unas biografías y una historia, que llaman sagrada para disimular. Como hecha a su semejanza, está llena de violencia, de victorias y derrotas, de concatenaciones de causa a efecto, y de palabras como origen, pecado original, culpa, redención, juicio final. Les encanta asustarse, creer, inventarse historias, darse sustos morrocotudos para luego salvarse al final: la misericordia divina, el séptimo de caballería, la ley del mercado…
¿Qué no nos han endilgado? A mí, que, al grito de “¿Quién como Dios?”, inicié la contraofensiva contra las legiones de Luzbel, sublevadas contra el poder central. Eso, al principio, o después de algún tiempo de paz y armonía, donde todos éramos hermanos. La edad de oro del cielo, ¡fíjense qué disparate! Pero también, que, al final de los tiempos, he de ser juez inapelable y que, con una balanza en la mano, habré de distribuir la humanidad en dos campos: los buenos que ascienden al cielo y los malos que son arrojados al infierno. O sea que habrá que sacarlos de donde estaban para volver a meterlos. Y es que a los mortales les encantan las ceremonias a lo grande y los espectáculos de masas: Núremberg, la secta Moon, las Olimpiadas.
¿Somos tan poderosos como se nos cree? Sí, pero dentro de nuestra parcela, sin extralimitarnos de nuestra jursidicción. Enseguida tropezamos con Marte, con Plutón, con Osiris, con Ormuz… y hasta con la competencia dentro de casa, como con San Jorge y su dragón, o con Santiago Matamoros. Somos tantos los defensores del bien contra el mal, que no se explica uno que aún no hayamos triunfado definitivamente. El mal, para que siga resistiendo y arrastrando a tantos tras su pendón, debe de tener algún atractivo. De hecho, hay veces en que, bajo la suela de mi zapato, oigo la risita de Satán. Le hundo entonces aún más la punta de mi lanza en las costillas, y ni por esas: el muy ladino parece desafiarme, guardar algún secreto que, con mi infinita inteligencia, no logro desentrañar. Como si en el pulso que sostengo eternamente, mi esfuerzo no sirviera de nada y estuviera apuntalando la niebla. Cargo todo mi peso sobre la lanza que lo atraviesa, y oigo su risa a mi espalda. Ya sé que, como divina potencia que soy, mi cometido es triunfar del mal, aplastarlo con todo mi peso, hacer que se revuelque en el polvo y espumarajee. Eso de preguntarse si sufre, aguanta, es indiferente o goza con revolcarse no es cosa de ángeles, sino propio de esos tiquismiquis de los humanos, tan dados a elucubraciones sin fin. Lo nuestro es obedecer a las consignas y no pensar.
Sin embargo, no puedo evitarlo. ¿No hay momentos en que, en vez de morder el asta desesperado, Satán le da prolongados lametones? Ya estoy hablando como los hombres : “veces”, “momentos”… ¿qué diablos de eternidad es ésta en que percibo cambios y alteraciones? También me ha parecido que la serpiente que huella María con su lindo pie se restriega contra su tobillo y pone los ojos en blanco, o que al morder la manzana, parece que se relame con su jugo. Bueno, no me toca juzgar, sino cumplir. ¿No me toca juzgar? ¿Qué estoy diciendo? ¿No me va a tocar ser justo juez en ese juicio final que se anuncia? ¿Voy a ser capaz de asumir ese papel? Puesto que lo oigo todo al mismo tiempo, ahora mismo oigo sus trompetas; puesto que lo veo todo al mismo tiempo, ahora mismo veo conmoverse la superficie de la tierra y convertirse en una gusanera de esqueletos que corren tras sus despojos. De ese estercolero viviente, de ese hormiguero de espectros, ¿he de sacar yo los ganadores del cielo? ¿Toda esa podre ha de codearse con nostros en el paraíso? Por mí, ¡que se vayan todos al infierno!
Lectores: me confieso víctima del sortilegio narrativo. No sé expresarlo de otro modo: el manso y tenso discurrir de mi eternidad se ha visto interrumpido por un acontecimiento. El diablo ha estallado de pronto en sonoras carcajadas. Es más, creo que sus carcajadas, como el big bang o las malditas trompetas del juicio final suenan ya para siempre en mis oídos, son desde ahora la eternidad.
(Granada, 7 de oct de 2011)
2
Me llaman Gabriel
¡Dios os salve, lectores!
Pues sí, me llaman de todas partes: no paro de correr de aquí para allá, ando hecho un zascandil, todo el santo día de pregonero, mensajero, casamentero, glosador de profecías: que si explicándole una visión al pobre Daniel, que no entendía nada de los cuernos y más cuernos que se le aparecieron por todas partes; que si anunciando a Noé el parte meteorológico y el transporte naval de ganado que debía efectuar; avisando al viejo Zacarías de que iba a tener un hijo llamado Juan; pidiendo la mano de la Virgen para el Espíritu Santo. Soy además uno de los pocos en saltar de una religión a otra, cartero a un tiempo de judíos, cristianos y moros. Mozo de muchos amos, lo mismo lanzo mis pregones en hebreo que en latín o en árabe. Aunque, como se ve, trato de extender mi territorio, también tropiezo con rivales: Iris, Mercurio, Anubis. Este último, con su cara de perro no me da ninguna envidia: por no tener, no tiene ni alas; pero los griegos, ya son otra cosa. ¿No me merecía yo, señor Yahvé, el arco iris como corona, como la moza griega esa de las alitas irisadas, habiendo sido tan importante mi papel en el diluvio?
¿Tengo mucho que contar? No sé, ni tengo tiempo de pararme a recordar. Además, que me tengo que cambiar de ropa más veces que Frégoli, el transformista. No saben el número de clámides, túnicas, dalmáticas, falditas y faldones que cuelgan en mi guardarropa. ¡Cuántas veces me ocurre, por otra parte, que estoy ya de camino, con mis bucles dorados al viento y todos los pliegues de mi vestido formando aureola alrededor, cuando me doy cuenta de que se me ha olvidado la ramita. ¿Que qué ramita? ¡Sí, por Dios!, esa ramita que llevo siempre en la mano, como Mercurio su caduceo, y que nos abre todas las puertas. Cuando ando bien de tiempo, escojo una vara de nardos, un ramo de azucenas, lirios u otras flores níveas, fragantes, puras y cargadas de simbolismo virginal; pero como siempre ando con prisas, a veces echo mano de lo primero que encuentro. Santa hubo que, tomándome por el Maligno, me echó para atrás al ver que le ofrecía unas ortigas. Tampoco le sentó nada bien a un penitente, gran ayunador, que surgiera en el umbral de su gruta con un puerro en la mano.
Últimamente, como la gente se pasa tantas hora delante del ordenador, me aparezco en pantalla. Claro que, como no calculo muy bien el voltaje, pego unos fogonazos que acabo con toda la instalación. Hace unos días, fui a ver a un cartujo en Lombardía para anunciarle, en nombre del Altísimo, que había sido escogido para ir a echarle la bronca a Berlusconi, y va y me lo encuentro conectado con un portal de videos porno. No había empezado yo a echarle en cara su conducta, cuando vi que el ordenador se reducía a cenizas humeantes, y que el fraile salía corriendo de la celda, envuelto en llamas como un bonzo. Toda la comunidad, al tanto de sus travesuras, creyendo que se trataba de un castigo divino, arrojó al pozo del claustro al abrasado, no se sabe muy bien si por apagarlo o por rematarlo, y allí murió ahogado. Ello les confirmó en la idea de un muy merecido castigo divino, por partida doble, mediante el fuego y el agua. En todo caso, el abad no ha querido enterrarlo en sagrado.
A raíz de este contratiempo, Yahvé, que ahora se llama Dios, me convocó a su despacho, que está encima de una nube algodonosa, y me dijo que me dejara de novedades y que volviera a mis vuelos de toda la vida. ¡Ah, no es tan fácil! Primero, debo cruzar la autopista de los satélites, donde pierdo no sé cuánto tiempo aguardando a hacerme un hueco entre toda la chatarra que pasa zumbando en todas direcciones. Luego, tengo que sortear aviones, tragarme el humo apestoso de sus motores, a veces hasta salir corriendo para no recibir un misil en las narices. Desde arriba, veo muy bien el agujero del ozono y cómo se van encharcando los glaciares; y, por cierto, bien les podría anunciar esas cosas a los hombres, pero eso creo que les está encomendado a los ángeles trompeteros del apocalipsis. Dice Miguel a ese respecto que no va a saber dónde poner el pie, si todo se ha convertido en agua; que va tener que luchar con el dragón a remo y arpón más que con escudo y lanza; que va a ser como la caza de la ballena.
Yo, a lo mío, de cartero, y si no cojo una bicicleta es por que no se me enreden los faldones en los radios de la rueda. ¿Que qué va a ser de mí después del Juicio? Pues algún trabajo encontraré, digo yo, si se me ha creado para la eternidad. Seguro que hay muchos recados que llevar entre el cielo y el infierno: solicitudes, suplicatorios, recursos de amparo, postales del paraíso y paquetes para los condenados. O, tal vez, empecemos todo de nuevo en otro planeta. Esta vez me saldrá todo mejor, porque ya lo llevo ensayado. Hasta puede que me vuelva un poco más directivo, y no ande aguardando tanto si los destinatarios aceptan o no la misión que se les encomienda desde el empíreo. Tú, para precursor; tú, para madre de Dios; tú, para profeta de Alá, y ¡a callar! Y se acabó todo aquello de las genuflexiones y las reverencias: hago entrega del mensaje, firman el registro, y me vuelvo al cielo.
Bien, antes de mudarme de planeta, voy a contarles la historia de mi más estruendoso fracaso. Ardía el desierto como una brasa, y por un senderillo, a lomos de una burra sonámbula, un profeta testarudo avanzaba como un escarabajo. Mi Dios del momento me había encargado que lo detuviera para que, con la fuerza de su maldición, no fuera a desbaratar el ejército del pueblo escogido. Él era un profeta mercenario, que maldecía a beneficio del mejor postor; y haciendo durar la subasta la víspera, había logrado que las pujas alcanzaran una suma nunca vista, una cantidad que, acariciada bajo capa, lo consolaba de la fiebre meridiana que le hacía hervir los sesos. Bajé planeando, describí varios círculos por encima de sus cabezas y, al final, me posé, en pie y brazo en alto (esta vez no llevaba ramita), a un palmo del testuz de la acémila. Ya estoy acostumbrado a que, en general, mis apariciones, sin llegar a los últimos incendios, provoquen tales sustos, que siempre tengo que empezar mi discurso por “no temas”. Pues esta vez, Balaam, que así se llamaba el augur venal en ruta hacia su trabajo, ni se enteró siquiera de mi augusta presencia. Ni vio mi apuesta figura, ni oyó el choque de mi aterrizaje, ni sintió en sus sienes el viento que en torno alzaba remolinos de polvo. Para mi más grave humillación, cambiando yo una y otra vez de postura y volviendo a adoptar nueva pose, la única que pareció verme fue la burra, que hasta se paró en seco y clavó las herraduras en la arena. ¿Creen ustedes que el jinete se dio por enterado, saltó a tierra y se hincó de hinojos ante mi arcangélica majestad? No, lectores, no, sino que la emprendió a palos con la montura, y desentendiéndose ésta de mí y acudiendo a lo más urgente, empezó a quejarse a gritos –primera vez que veo una burra tan elocuente– por el mal trato que recibía de su dueño un animal tan fiel. Allí me tienen a mí, ángel del señor, mensajero celeste, esperando a la vera del camino, a que burra y amo acabaran su discusión, llegasen a un acuerdo y se dignasen prestarme atención. No sé si han observado, leyendo la Biblia, que es uno de los pocos episodios en que no aparezco con mi nombre. El cronista indulgente supo mantener el anonimato, y hasta para quitarle más hierro al asunto, se lo encajó a un ángel, un subordinado. Esto que les cuento es una auténtica exclusiva informativa: nunca aún lo había confesado.
(Granada, 8 de oct de 2011)
3
Llamadme Rafael
Ismael, no : ¡Rafael! Yo también anduve en pos de peces gordos. No, nada que ver con Jonás: él estuvo en el vientre de un pez gordo, sí, muy gordo, una ballena, o un leviatán, uno de esos monstruos abominables que, por aquellos tiempos bíblicos, poblaban la mar y se merendaban navíos enteros de un bocado. Pero ¿se imaginan a un arcángel sufriendo tal eclipse, aguardando en el fondo de una hedionda espelunca los tres días de rigor para ser regurgitado? ¡Oigan, por favor, que uno es todo plumaje multicolor, honra y boato del trono divino, y no una momia embalsamada estilo Lázaro! Ya estoy oyendo a algún murmurador, que pretende rebajar mis humos –eso es lo que él dice– recordando que una de mis hazañas más nombradas fue la de curar unas cataratas provocadas por las cagarrutas de un pájaro con hiel de hígado de bacalao. Sí, lo reconozco, no es para echar las campanas al vuelo: otros lo hacen igual de bien con infusión de manzanilla.
Tras recibir la bendición del ciego Edipo en el muelle del puerto, Tobías, el perro Argos y yo, que íbamos de incógnito disfrazados de cobradores, subimos a bordo del bajel y nos pusimos en camino con el recibo en la mano. ¿Con qué rumbo? Hacia casa de un moroso, que le debía un pastón al viejo, y a buscarle novia al hijo del ciego. Como expedición ballenera, se han visto otras más brillantes. Todo porque yo iba de incógnito, ya lo digo, que si me llego a mostrar en todo mi esplendor, ni el Bucentauro de Venecia en día de nupcias ducales.
Acodados en la borda mirando hacia poniente, Argos apoyado con sus patas delanteras, recíbiamos los tres la brisa del crepúsculo, mientras el barco se deslizaba susurrante Tigris abajo. Ya les tenía yo dicho al arponero Tobías, a su padre y al perro, que por aquellas aguas pocas ballenas íbamos a encontrar. Tampoco era muy seguro que avistásemos morosos ni novias, como no hubiera habido algún naufragio y flotaran unos y otras entre los despojos. En esas estábamos, un tanto melancólicos por la hora crepuscular y el escaso tráfico fluvial, cuando, de pronto, Argos, que, sin darme yo cuenta, había trepado a la gavia, estalló en furiosos ladridos. Sin tiempo siquiera a mirar en qué dirección ladraba el perro vigía, Tobías, con medio cuerpo fuera y el índice disparado como un arpón, ya estaba gritando como un poseso: –“¡Ahí sopla, ahí sopla!”. “Salió del río un pez que quería devorarlo”, dirá la Biblia siglos más tarde. Yo, la verdad, deslumbrado por los últimos rayos, aún no lo había visto. Tobías me gritaba exorbitado : –“¡Ahí, ahí”. Ese fue su error fatal, porque el monstruo, abriendo sus fauces, se llevó el brazo tendido del arponero, y con el brazo, el recibo de la deuda y el anillo de pedida, que, por mayor seguridad, Tobías llevaba puesto en el dedo meñique. Adiós brazo, mano y dedo; adiós pago de la deuda, adiós petición de mano y futuros desposorios.
Hételo aquí convertido en Capitán Garfio, empeñado en dar caza al animal asesino que lo había mutilado. Yo le dejaba hacer, y aun le animaba a ello, pues mi misión divina –no vayan a olvidarlo– consistía en ayudarle a alcanzar esa meta, sacar al animal a tierra, asarlo a la brasa, comérnoslo entre los tres, y extraerle los ingredientes imprescindibles para la cura de la ceguera paterna. Con ese propósito, recorrimos el Éufrates y el Tigris, y examinamos hasta el último arroyo de la fértil Mesopotamia. No les cuento la chacota de los viajeros de las caravanas, cada vez que les preguntábamos si habían visto pasar un cachalote. Nos apedrearon varias veces, Argos se llevó buenos mordiscos, y yo, que por infundir algún respeto, me había vuelto a poner las alas, me vi atacado por las aves de los halconeros y perdí no pocas plumas.
También esto que les voy a confesar es otra exclusiva, un verdadero scoop como el de mi archihermano Gabriel. Cansados de explorar sin éxito, emprendimos un día una larga expedición hasta Nínive, donde, con motivo de las fiestas de San Baal, se celebraban ferias, mercados y romerías, corridas de toros alados y procesiones de vírgenes desvergonzadas. Allí, extendido sobre un lecho de lotos y palmas, espolvoreado de sal gorda, abanicado regularmente por los mercaderes contra el asedio de las moscas, yacía de costado el corpachón húmedo y sanguinolento de nuestro enemigo y nuestro bien. Convertido en alfiletero, tenía el lomo erizado de garfios, arpones y tenedores, y mil cicatrices blanquecinas cubrían de indescifrable caligrafía sus flancos azulados. El famélico Argos, en lucha con las avispas, lameteaba ansioso los regueros que iban a morir en la arena. Tobías, febril y desencajado, alzó el muñón en signo de victoria, pero se derrumbó sin aliento ante el catafalco. A mí me tocó echar mano a la faltriquera, contar las monedas y, tras regatear con los mercaderes, los porteadores y los cocineros del próximo figón, emprender el ritual de comer, durante tres días y tres noches, la montaña de carne y grasa de aquel pez inabarcable.
Cuando ya no fue todo sino un solar de escombros, sembrado de espinas como hojas de pita, apareció el pergamino y el anillo de desposada, el corazón, la hiel y el hígado incorruptos y listos para la receta médica. Entonces, abrí tan grande la boca como la entrada de una gruta, solté un eructo que hizo retemblar hasta los cuatro confines del universo, y me dispuse a cumplir con mi arcangélico objetivo. Casé a Peter Pan con Wendy, al capitán Garfio con Campanilla, a Tobías con Sara, al capitán Ahab con Moby Dick, devolví la vista a Edipo, a Tobit, a Tiresias y al ciego del Lazarillo. Y, orgulloso y satisfecho por el deber cumplido, regresé al empíreo, llevándome al perro Argos de mascota, donde ahora figura como la estrella Sirio.
(Granada, 10 de oct de 2011)
Complétense estos escritos devotos con esta nueva contribución del 28 de junio del 12:
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Complétense estos escritos devotos con esta nueva contribución del 28 de junio del 12:
Misterios
golosos
Primer
misterio : El Niño Jesús toma teta de su mamá la Virgen. Padre nuestro…
Segundo
misterio : Jesucristo multiplica arroz con bogavante. Padre nuestro…
Tercer
misterio : Jesucristo convierte Coca Cola en agua. Padre nuestro…
Cuarto misterio :
Los doce apóstoles deciden que la Cena no sea la última. Padre nuestro…
Quinto
misterio : Pilatos se lava las manos antes de comer. Padre nuestro…
Misterios
jocosos
Primer
misterio : La Magdalena, con café con leche. Padre nuestro…
Segundo misterio :
Anás y Caifás van al bar Rabás
Tercer
misterio : Ecce homo, ecce lesbia.
Cuarto
misterio : Después de Emaús, echamos un mus.
Quinto misterio :
Jesús con la Cruz se acuesta.
Misterios
dificultosos
Primer
misterio : El Niño perdido y hallado en la Inclusa. Padre nuestro…
Segundo
misterio : El juego de las cuatro espinas.
Tercer misterio :
Longinos se queda sin pilas.
Cuarto misterio :
A Judas no le dan cuerda.
Quinto misterio :
A la Verónica le pilla el toro.
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Con anterioridad a ese triple parto emplumado, el fecundo Fray Malaquías había dado término, también en Granada, a un relato subversivo empezado en Lyon:
AL PRESIDENTE, EN TODAS LAS NARICES
“Para mí, los ataques no tienen encanto más que
cuando se
lanzan al tirano en su propia cara.”
(Karl MARX, Carta a
Kugelmann, 1870)
Va un hombre y, desesperado, se tira por la
ventana de un quinto piso. A mitad de camino, se acuerda de algo: que se ha
dejado el grifo de la bañera abierto o algo así, y se arrepiente. Como no se me
ocurre cómo termina el cuento, y el hombre baja muy deprisa, llega enseguida
abajo y se espachurra. Hay que ver lo que cunde un dolor de muelas, y lo poco
que me duran lo cuentos. Para las tres de la mañana, ya estoy todos los días en
pie; y si no, en la cama por no despertar a la mujer, dándole vueltas al coco e
inventando historias para matar el rato… y tratar de olvidar el dolor. Como me
salga a cuento por noche, dentro de un mes, ni Calleja. No llega casi ni a dolor
de muelas, es algo difuso, sin un estatus definido, efecto de la intervención
de un dentista que se ha escapado corriendo a esquiar con la pasta que me ha
sacado. Parece que la estaba esperando. Ni tiempo le ha dado para recetarme un
calmante. Ojalá se rompa una pierna, o se espachurre también como el
protagonista de mi cuento. A menos que se acuerde a medio camino, pegue un
frenazo espectacular levantando surtidores de nieve y, apoyado en sus bastones,
tenga un relámpago de arrepentimiento; que se dé una palmada en la frente, alce
las gafas de sol, se palpe el cuerpo en busca del móvil y se ponga a teclear a
manotazos con sus manoplas: —"Perdone que le llame a estas horas... “
—"No se preocupe, doctor, que hace ocho días que no duermo." Pero
¿cómo va a estar esquiando a las tres de la mañana? Estará, el muy cerdo,
roncando la digestión de una fondue
savoyarde regada con un buen blanco del país; o, lo que es más probable,
revolcándose con su secretaria.
Anoche, volvía yo camino de casa, derrengado y
exhausto, trepando la cuesta de la Croix-Rousse sin telesilla ni secretaria que
me diera el brazo, y en los últimos tramos, me sale un hombre al camino. No un
hombre: algo mucho peor, ¡un joven! Con el miedo que les tenemos los viejos a
esa especie, más que a un perro suelto ¿Qué me irá a pedir? Desde que no fumo y
arrastro esta carraspera crónica, ni un cigarrillo tengo que darles. Se acerca,
me mira compasivo, y me dice: "Tiene usted una pinta de cansado...".
Ni la bolsa o la vida, ni un porro, ni si quiero comprarle entradas para los
toros en el anfiteatro romano de las Tres Galias. Sólo un rato de conversacion.
Tan tacaño, que ni eso le di. Más que nada, por falta de resuello. Le dediqué
mi mejor sonrisa, mi jadeo más sonriente, y él se quedó con la gana de
preguntarme qué llevaba en mis grandes bolsas de plástico, culpables en parte
de mi mal estado. Y eso que él no sabía lo del dolor —ya digo que difuso— de
muelas. Ese sí que hubiera sido un buen tema de conversación, y la huida de mi
dentista con mi pasta y su secretaria. Aunque vete a saber de qué hablarán los
jóvenes y si van al dentista. Murmuré un saludo desfallecido y, cabeceando de
agradecimiento, proseguí mi penosa ascensión, lastrado por mi carga,
sintiéndome mucho más viejo y más cansado desde que los jóvenes me salen al
camino a compadecerse de mi cansancio. Como Verónica al paso del Nazareno. Como
verónicas al morlaco. Pero no está el bicho para entrar al capote, que está
casi para el arrastre. Paso a paso, cansino, vuelve a su querencia, paso a paso
se arrastra el viejo manso hacia el corral. ¡Si ya le he dicho que no quería
entradas para los toros! ¿Que no son toros? ¿Que son cristianos arrojados a los
leones? Lo mismo da. Que se coman entre sí. Además, yo, más que cristiano, soy
vegetariano. Por eso vengo cargando desde las huertas de Gerland con toda esta
carretada de tomates, berenjenas, cebollas y calabacines.
Hoy, bronca segura en casa. Y eso que le he
traído con qué hacer un pisto monumental, un bodegón del tamaño de una falla
valenciana; pues en lo único en que se fijará mi mujer cuando se despierte será
en que, con las botas embarradas, le he puesto perdida la alfombra del cuarto
de estar. Lo que no sabrá es que me quedé dormido en el sofá, sin tiempo ni a
descalzarme, y que me he despertado como a las tres de la mañana, temblando de
frío, con el cuello torcido y el famoso dolorcillo tecleándome las muelas. ¿A
qué hora Ilegaste? Ya habrás estado bebiendo, etc. etc. Arrastrar mi cosecha
huertana de punta a punta de la ciudad, eso es lo que estuve haciendo. No es
que hubiera huelga en la red urbana de transportes ni que tenga necesidad de
hacer ejercicio, bastante hago ya con la azada y el rastrillo, pero es una
forma de ganar tiempo, de perder tiempo más bien, quiero decir, de retrasar la
Ilegada al hogar. Vuelvo a casa a contrasol, pero los dos, el sol y yo, ya de
retirada: él se va poniendo a mi espalda entre humos de fábricas, y yo voy
pisándome la sombra alargada por las oriIlas del Ródano, hasta que Ilego a casa
y ya es de noche. Depende de días, o de noches, pero hay veces en que es tan
tarde, que la mujer, enfurruñada, ya ha apagado la tele, se ha metido en la
cama y hace como que duerme conteniendo la respiración.
¡Al agua, patos! Toda la cosecha al fregadero,
que viene embarrada de la huerta y hasta esconde alguna babosa que se ha colado
a bordo de polizón. Y mientras lavo la verdura, con un fondo sonoro que combina
bronca matinal y noticias de la radio, se me ocurre, y no es una idea para un
cuento, que un tomate podrido tiene que producir mucho más impacto en la cara
de un presidente, de un primer ministro o de cualquier otro representante de la
autoridad, que un tomate, una manzana o un melocotón simplemente maduros. Me
refiero a que su impacto ha de tener mayor radio de acción, más efecto de
explosión. Una fruta o una hortaliza sanas serán buenos proyectiles de
trayectoria tensa, si lo que se persigue es dar en el blanco; o sea, si se
trata de hacerle daño en la cabeza al personaje que se haya escogido por
víctima. No a mi mujer, no, que a ésa, ni con matarratas.
Un manzanazo o un golpe de coliflor vienen a
ser en fin de cuentas como una pedrada, pero sin el riesgo de abrir una brecha
ni el escándalo de la sangre. Una pedrada pero no en plan borde, sólo un
coscorrón de advertencia que diga: ¡eh, ojo, cuidado con reducirnos las
pensiones a los jubilados! Que de eso se trata. Pero un tiro así exige muy
buena puntería y abundante espacio en torno al tirador para que éste pueda
extender el brazo, primero hacia atrás y luego hacia adelante, con toda la
holgura necesaria para efectuar el disparo. Y eso es algo muy difícil de
conseguir en medio de las apreturas de un público entusiasta y vitoreador, o al
menos curioso. Y luego, que no deja huella: rebota la fruta en la frente y
rueda por el suelo, y salvo al presidente que frunce el ceño contrariado, a los
demás se les olvida al momento.
Una fruta podrida es otra cosa. Lo primero, que
debe salir bombeada como la descarga de un mortero y no exige tanto espacio
para la maniobra. Ya me la veo alzarse en vuelo e ir a aplastarse contra el
blanco. Lo segundo, que eso es lo que se pretende: no herir sino agraviar, de vomitarle encima la podre
y dejarlo hecho un Cristo. Y ahora sí que hay que detenerse a limpiar, y de
poco sirven los pañuelos del séquito y escoltas. Lo peor de todo para el pez
gordo es el cómo recuperar, tras la mueca de asco, la sonrisa apropiada para el
baño de multitud. Porque a ver: ¿cómo se vuelve a lucir dentadura y se mantiene
la frente enhiesta, cuando por dentro del cuello de la camisa se le escurren a
uno hilillos de puré blandengue y apestoso? Aunque no llegue a darle en la
cara, basta con estampar el proyectil contra la pechera para que el prohombre
se mire las solapas como si allí mismo le hubiera brotado de pronto un cáncer.
Claro que, de poder ser, aún mejor en medio de la cara, en todas las narices.
¡Ah, como se entere mi mujer del laboratorio
clandestino que he inaugurado! Pero no hay peligro: tengo mis cultivos secretos
fermentando en el garaje, al otro lado del coche enfundado, ese fantasma que
sólo resucita una vez por mes para ir de compras al supermercado, y al
cementerio una vez al año el día de Difuntos. Allí, en un estante de mi
tallercito chapucero, detrás de cajas de galletas llenas de clavos herrumbrosos
de todos los tamaños, tengo siete futuros proyectiles en gestación. En
silencio, quién sabe si aquejados también de algún dolor o víctimas del
insomnio como su dueño, los conejillos de Indias sometidos al experimento van
cambiando de aspecto: sus mejillas han perdido el brillo y la tersura de los
primeros días, y comienzan a ajarse. Algunas aparecen ya tumefactas, con todos
los síntomas de la putrefacción. Así tendré pronto yo también el carrillo por
culpa del maldito esquiador. En las frutas que están más adelantadas, se
insinúa ya el plumón del moho blanquecino. El contacto entre los individuos
facilita el contagio y la epidemia progresa callada y se extiende a lo largo
del andamio. Va a haber que calcular e hilar muy fino, no sea que, por
demasiada velocidad en la evolución, nos vayamos a encontrar sin munición el
día del atentado; que no podamos transportar, y aún mucho menos arrojar, un
puré de legumbres, una compota de manzana o una salsa de tomate. Nada fácil lo
de ser terrorista, medio químico, medio jardinero, enfrentado con explosivos
tan difíciles de manejar como la nitroglicerina. Sí, lo reconozco, bastante
menos peligrosos, pero igual de frágiles: cualquier movimiento brusco también
puede en este caso echar a pique toda la operación.
Se acerca la fecha. ¿Qué más va a hacer falta?
Unos guantes de goma para manipular el proyectil. En cualquier droguería los
venden y no te van a preguntar para qué los quieres. La cuestión que se plantea
es cuándo ponérselos. Ni ir por la calle con ellos puestos, con pintas de
estrangulador en serie, ni calzárselos a última hora en medio del público, como
cirujano que se dispone a operar: nada mejor para despertar las sospechas de la
gente que esté alrededor. Lo mejor será salir de casa enguantado y con las
manos en los bolsillos. Si te preguntan la hora, decir que no tienes reloj. Lo
malo será si encuentras a un amigo que te tiende la mano para darte un apretón.
Saludar desde lejos con un cabezazo y dando a entender que tienes mucha prisa.
El tomate —o la manzana, o lo que sea— deberá ir protegido en el bolsillo del
abrigo, asentado en la palma de la mano, que tendrá que hacerle con los dedos
como una jaula para que no pringue el forro y lo ponga todo embadurnado, pero
también para que no reciba el más mínimo choque del exterior. Tampoco habrá que
apretar demasiado, no vaya a hundirse la masa fofa, sino mantener los dedos muy
separados, aun a riesgo de quedar agarrotado o sufrir un calambre con las
presumibles consecuencias de hallarse incapacitado a la hora de disparar. ¡Oh,
no: nada fácil esto de ser terrorista! En todo caso, los insomnios están ahora
mucho más ocupados que ideando cuentos. ¿Qué mejor cuento que éste que me estoy
inventando?
Así lo has hecho: el dorso de la mano ha
servido de escudo contra los encontronazos y apretujones de la multitud, hasta
situarte entre las primeras filas. Se siente uno Ravachol, el anarquista que se
dispone a arrojar su “máquina infernal” sobre la multitud, en plena propaganda
por la acción; o Caserio, el italiano que apuñala al presidente francés Sadi
Carnot en esta misma ciudad de Lyon, a unos pocos metros de aquí. También ellos
debían de esconder la mano armada en el fondo de la faltriquera y aguardar
ansiosos el momento oportuno para sembrar la mortandad o cometer el magnicidio.
Lo tuyo no es tan grave, pero exige parecidas precauciones. Desentenderse de la
propia mano con la soltura de un carterista, y con los ojos puestos en la
comitiva que se acerca, extraer de su nido el pequeño cadáver maloliente, y
—¡ahora sí!— lanzarlo de lleno contra ese rostro arrogante y satisfecho, para
que reviente y lo cubra ahí mismo de oprobio.
En todos los periódicos, bajo vociferantes
titulares, rótulos de a palmo que claman su horror ante lo inconmensurable de
la noticia, aparece la misma fotografía, movida y algo borrosa, del hombre que
se abalanza empuñando un revólver, y del presidente, levemente encogido y con
la cabeza ladeada, que se desmorona en grotesca reverencia ante su verdugo. Por
encima de las manos que vitorean y de los banderines tricolores que tremolan,
aún inconscientes del drama que se está produciendo, se alza tu mano y hasta se
adivina tu cara. A la hora de hacerle la autopsia, hubo que limpiar las
mejillas y el mentón del presidente de una oscura deyección que algún ayudante
tomó por un vómito, efecto tal vez de la muerte repentina y violenta.
Lyon,
2003 - Granada, 2006
Nota
del autor
Por si alguien pusiere en duda que se pueda arrojar un tomate
impunemente a las narices de un presidente, léase en las Memorias del duque de Saint-Simon (2, XVII) el hecho al que él
asistió de cómo un brazo anónimo y nunca descubierto lanzó a las narices de Luis
XIV un pesado paquete de cenefas doradas enrolladas:
“Outre l'excès de l'impudence et de l'insolence, c'est un
excès de péril qui ne se peut comprendre. Comment
lancer de si loin un paquet de cette pesanteur et de ce volume, sans être
environné de complices, et au milieu d'une foule telle qu'elle était toujours
au souper du roi, où à peine pouvait-on passer dans ces derrières? Comment,
malgré ce cercle de complices, le grand
mouvement des bras pour une vibration aussi forte put-il échapper à tant d'yeux
? Le duc de Gesvres était en année. Ni lui ni personne ne s'avisa de faire
fermer les portes, que du temps après que le roi fut sorti de table. On peut
juger si les coupables étaient demeurés là, ayant eu plus de trois quarts
d'heure toutes les issues libres pour se retirer. Les portes fermées il ne se
trouva qu'un seul homme que personne ne connut et qu'on arrêta. Il se dit
gentilhomme de Saintonge, et connu du duc d'Uzès, gouverneur de la province. Il
était à Versailles, on l'envoya prier de venir. Il allait se coucher. Il vint
aussitôt, reconnut ce gentilhomme, en répondit, et sur ce témoignage on le
laissa avec des excuses. Jamais depuis
on n'a pu rien découvrir de ce vol, ni de la singulière hardiesse de sa
restitution.”
(Los subrayados son malaquíos)
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